Martinho Costa: Coleccionar
el mundo y traerlo a casa.
Martinho Costa trabaja de manera obsesiva alrededor de un archivo
inabarcable, echando mano siempre de la tradición pictórica y generando
comparativas entre el pasado y el presente de una disciplina que
inevitablemente se ha visto sorprendida ya no por la histórica irrupción del
retrato fotográfico, sino por la banalización del disparo. Folding screen supone un análisis en torno al consumo de imágenes
que realizamos en la era en que internet ya no destaca únicamente por su
utilidad, sino por haberse convertido en un medio ineludible que entre otras
necesidades genera la de inmortalizar instantes que segundos después pierden su
importancia. Fotografiamos de manera compulsiva y por esa misma razón hemos
provocado que con el paso del tiempo el recuerdo apenas tenga opciones de ser
modificado mentalmente. Si recordamos quizás alguno de esos instantes destacados
en la vida de cada uno, el uso que se daba a la fotografía era hace poco más de
quince años totalmente distinto. El disparo se producía cuando la escena se
encontraba perfectamente compuesta y esa imagen pasaba a convertirse en el
resumen de aquel recuerdo que el discurso articulaba para finalmente
convertirse en tradición oral, en punto de partida de una anécdota levemente ilustrada.
Cada uno de los montajes de Martinho Costa suele destacar por la materialización
de ese colapso al que un simple scroll en una red social nos expone varias
veces al día. Si la pintura se caracteriza por conceder a la imagen una categoría
y durabilidad distintas, elegir de entre ese ilimitado banco fotográfico las
que merecen perdurar se convierte en un juego casi caprichoso. No es de
extrañar entonces que cuando se ofrece la posibilidad de mostrar un trabajo de
un modo casi retrospectivo, el resultado sea nuevamente un empacho en el cual
la unicidad de la imagen pintada termina por convertirse en un exceso en que la
duda nos asalta acerca de la verdadera importancia de cada instante aquí contenido.
Buena muestra de esto es la serie 48
Retratos, secuencia homónima de la presentada por Gerhard Richter en 1972
en el pabellón alemán en Venecia. En la de Richter el motivo elegido era una
sucesión subjetiva de los personajes más importantes del siglo XIX y la
selección destacaba por el dominio del hombre blanco, europeo o norteamericano.
En 1998 Richter revisó la obra y generó a partir de las fotografías de cada uno
de esos retratos una nueva versión de este trabajo, que recuperaba la forma
fotográfica inicial y ahondaba en su interés por trabajar mediante el
desplazamiento de géneros entre la pintura y la fotografía. En los cuarenta y
ocho retratos de Martinho Costa, desconocemos el nombre propio de cada
retratado; las imágenes ya no son extraídas de enciclopedias sino de internet y
cada uno de los personajes anónimos aparece de espaldas o camuflado tras su
indumentaria de trabajo. Es interesante recuperar entonces esa declaración del
propio Richter, que afirmó que algunas
fotos de aficionados son mejores que el mejor Cézanne. El personaje
histórico es sustituido por el ciudadano anónimo que pasa así a ocupar el
espacio del retrato pictórico, otrora protagonizado por el prohombre.
Resulta irónico descubrir en la pared
contigua una gran pintura de 2011 en la que se presenta el bosque de
Fontainebleu, cercano al pueblo de Barbizon, donde tuvieron lugar las primeras
aproximaciones a lo que sería la pintura al aire libre. Costa extrae de la
aplicación Google Street View una vista al alcance de cualquier internauta, que
al mismo tiempo supone una adaptación al momento presente de Le Pavé de Chailly, la pintura realizada en 1965 por Claude Monet en
el mismo lugar. Lo interesante de estos ejercicios de Martinho Costa pasa por
la forma que tras el análisis adquieren las imágenes. Costa bebe de una
tradición que si en el siglo XIX ya se había visto condicionada por los avances
en el campo de la fotografía, en plena era de su desmaterialización y de su banalización,
evidentemente ha vuelto a poner en entredicho el papel de la pintura hoy.
La primera vez que me enfrenté a la obra de Martinho Costa lo hice ante
una serie de pinturas realizadas sobre fragmentos de mármol de corte irregular,
reciclados de entre los escombros de un aserradero de piedra. A esa necesidad
de trabajar ofuscadamente sobre cualquier soporte se unía el dotar su pintura
de un peso físico mayor del habitual. Las imágenes podían provenir de un
aficionado anónimo y sin embargo la gravedad de su representación se convertía
en una característica unida a sus bordes mellados, como si se tratase de los
fragmentos de un friso recuperado de entre los cascotes de alguna ruina.
Ahora conviven algunas de esas pinturas con los 48 Retratos, con
su vista de Fontainebleu, con la proyección de las animaciones realizadas
entre 2008 y 2014 y con otras series como O Diário de Robert Stern o Todos
os dias saio por um caminho diferente. Para la primera Martinho Costa
realizó un seguimiento de la vida de Robert Stern, un ciudadano de Pensilvania
que obsesivamente publica sus fotografías en la web Flickr. Costa decidió
pintar durante 2011 una extensa selección de imágenes extraídas del día a día
de este individuo que todavía hoy ignora la existencia de esta serie de
pinturas. Costa echa mano de esos pequeños fragmentos de vida privada que ha
sido hecha pública por su protagonista y actúa como un voyeur ante la pantalla
desdoblada.
En Todos os dias saio por um caminho diferente la intimidad que
se hace pública es la de su propio estudio. Costa traslada al DA2 una selección
de las treinta y seis pinturas que componen esta serie cuyo título se extrae de
las Quejas de Menón por Diótima de Hölderin. El resultado es una
sucesión de detalles aleatorios tomados del espacio en el que surge ese modo
persistente de trabajar en torno a la imagen fotográfica. Dirá John Berger que la
pintura colecciona el mundo y lo trae a casa, una reflexión que se
convierte en catálogo en manos de Martinho Costa.
Días antes de que la exposición abra sus puertas, ajeno al resultado
final de este montaje, puedo sin embargo intuir la aparición de alguna de sus
pinturas al aire libre en algún rincón de la ciudad de Salamanca. Tras estas
intervenciones subyace un deseo de interferir en la vida diaria de los espacios
urbanos, estableciendo un diálogo con el viandante y desmaterializando el
carácter de la obra, otorgándole un carácter público, expuesta a las
inclemencias y al maltrato, propiedad de todos y de nadie. Una acción
desdoblada que funciona a modo de biombo, pero también a modo de archivo
ilimitado de imágenes que pasan desapercibidas hasta que, en forma de pintura,
nos obligan a detenernos. Quizás ese sea el punto cero de la pintura de un
fotógrafo que trabaja como un pintor.
Ángel Calvo Ulloa